Entre tus muros
Llegué a vos intrigada. Me senté en un escalón tan pequeño como yo y te observé: eras extraña, enorme, desafiante. Tu perfume me inundó, tan único, tan tuyo. Luego vino el primer día, y el miedo se mezcló con la angustia de no comprender. Me sentí perdida, asustada, y te odié. Y seguí odiándote por cuatro, cinco años. Cualquier excusa era buena para alejarme de vos: la lluvia, un resfrío, hasta un capricho. No te entendía, no me entendías, y me hacías sentir como un pez sobre la arena.
Hasta que un día llegó alguien, yo me acerqué o ella se acercó, y las palabras apenas hicieron falta: podíamos hablar con la mirada. Entonces tu rostro cambió, y fue el de ella; era llegar, encontrarla, y todo caía en su lugar. Cada pequeña anécdota del día anterior, cada vuelo de nuestras alas de niñas era compartido sin guardar nada. Poco tiempo pasó antes de que, imperceptible, mi odio por vos se fuera diluyendo como un pequeño río en el mar.
Pronto, alguien más se acercó y le abrimos las alas. No lo sabía, pero había empezado a quererte. Vestidos grises, abrigos azules, hasta dejaron de parecerme horribles, me veía bien en ellos. Era yo. Mi nombre significaba mucho para vos... y para mí. Me enseñaste que valía, que pertenecía. Que podía mostrarme tal cual era y aún así me aceptarías, incondicional.
Cada uno de tus rincones, cada baldosa gastada, cada árbol de castañas era mío. Tu salón de actos, con sus cortinados de terciopelo rojo, donde nos convertíamos en damas antiguas, en héroes patrios, en pajaritos. Tu capilla silenciosa, siempre en penumbras apenas traspasadas por el azul de los vitraux. Las lucecitas rojas, el sagrario de oro, en el que mis dioses me esperaban para oír cada una de mis plegarias. Paz, armonía, fortaleza. Nada podía dañarme entre tus muros, estaba a salvo. Mis pies se amoldaron a tus pisos de piedra, las mismas piedras que sostuvieron los pies de mi madre niña.
El último año quisimos revivir la magia de la infancia, y nos disfrazamos de nosotras mismas, pequeñas. Usando tu escenario, viajamos diez años al pasado. Ensayamos mil veces, cantamos, reímos. Llegó el día y todo fue luces y música. Y entonces, frente a los reflectores que me cegaban y alegre como pocas veces había estado, fue que, como un flechazo certero en mi pecho, simplemente lo supe: era el fin, nada te iba a reemplazar. Mi sonrisa pintada se quebró, aunque nadie lo habrá notado. Después, gruesas lágrimas rodaron por nuestras mejillas, no estaba sola, muchas habíamos presentido el golpe. Pero aún te pertenecía y, mientras me contuvieras, nada podría dañarme. Me sentía un ladrillo en un monumento. Indestructible, inmortal.
Al poco tiempo nos reunimos en el antiguo ritual de tu templo, y te llevamos una flor blanca, como habíamos hecho desde siempre. Pero ésta era la última. Escribí un pequeño mensaje de despedida que ya no recuerdo, y lo escondí arrollado en el seno de la flor. Mi alma arrollada en una azucena. Y la dejé a tus pies. Fijé mi vista en un vitraux que había leído mil veces: “Regina martiryum” Reina del martirio, creí entender. Y se grabó a fuego en mis ojos como un presagio.
Al día siguiente, cuando el sol cayó, rostros llorosos y brazos extendidos buscaron mi abrazo. Los mismos rostros que habían crecido conmigo. Los mismos de aquel primer día.
“Se acabó” me dijo alguien que estaba a punto de desaparecer, y me alargó los brazos. Pero los rechacé: estaba demasiado aterrada para llorar.
Me alejé aturdida, desamparada, como un niño que acaba de quedar huérfano. No volví la cabeza para mirar, por última vez, a quienes habían sido mis compañeras de toda la vida. No quise verlas esfumarse y convertirse en nada. Crucé todas tus puertas casi a la carrera, huí despavorida como alma que lleva el diablo. Como si pudiera escapar del fin.
Tu luz cálida acarició mi cara por un instante final, y salí a la intemperie.
Y entre tus muros se quedaron mi niña y sus alas.
Recorrí las calles negras, temblaba, mi pecho ahora indefenso había quedado expuesto. Pero quise creer que seguirías viviendo en mi espíritu, guiándome y sosteniéndome por el camino desconocido que parecía abrirse ante mí.
Me equivoqué: tus portones pesados se habían cerrado para siempre. Ningún camino me esperaba y tampoco podía volver. Había sido arrancada de cuajo, como una rama tierna de un árbol. Sólo me quedaba secarme.
Luché durante años por mi vida en la oscuridad del infierno, sólo iluminada por la tibieza de tu luz en mi memoria. Pero fue inútil, ahora lo sé: lo fuiste todo, morí en el momento en que crucé tu umbral, porque sí era un alma que llevaba el diablo a la tierra de la nada. Mi nombre no volvió a pronunciarse, y entonces dejó de existir. Ningún rastro quedó de mí.
Sólo mi fantasma vaga ahora perdido entre tus muros. Posa su mano invisible en el picaporte de bronce, desgastado por generaciones de pequeñas manos de niñas. Entra sigiloso a tu capilla en penumbras, se sienta en un banco y acaricia la madera lustrada. Fija sus ojos en las luces que titilan trémulas como él, ante un sagrario vacío. Camina en las sombras de tus patios, donde aún cree oír las risas de antaño. Murmura una canción infantil en tu escenario de cortinados rojos. Recuerda sueños rotos esparcidos por tu piso de piedra.
Y quisiera que, después, mis cenizas alimentaran tus castaños en flor y así permanecer, fundidas en una, hasta que el tiempo se atreva a destruirte y, al fin, lo que quede de mí se desvanezca contigo.
9 comentarios
NOFRET -
Rigel -
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Anónimo -
Besos transatlánticos acumulados para ti!
joseme -
Venga, un fuerte abrazo, con todo el cariño del mundo acumulado!
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Besos a los dos!
Goreño -
Es curisos cómo a primera vista, sin saber por qué, rechazamos a algunas personas sin apenas conocerlas, y a medida que las conocemos se ganan nuestra admiración y respero.
Excelente relato en su forma y en su conmtenido. Felicidades. Un abrazo
Pablo A -
Un abrazo.
Pablo.
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